Por Koly Bader-FSN-Tucumán
Un fenómeno largamente estudiado por el economista francés Henri Lepage que estableció el principio del costo difuso y del beneficio concentrado. El principio se puede explicar con el ejemplo de la minería a cielo abierto. Dado un bien tan valioso como el oro, cuyo mayor costo de extracción es imposible de mensurar fácilmente como lo es el precio que pagamos en calidad ambiental, el beneficio de su explotación es posible de concentrar en un individuo o empresa, la sociedad asume los costos, beneficiando al particular.
La afección de periodistas y analistas de explicar realidades políticas con referencias a obras del famoso género literario latinoamericano del realismo mágico parece emular las propias razones por las cuales ese género primó en el mundo de habla hispana desde los años 30. La convulsionada América Latina, en que lo imposible irrumpe por sorpresa en la trágica y a la vez somnolienta realidad, llevó a los observadores de ese entorno a expresar, desde el arte, ese particular fenómeno social. Si el realismo mágico se define como la preocupación estilística y el interés de mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común, es porque este subcontinente nuestro exigió de su literatura una nueva forma de expresar emociones que la propia realidad despierta en cualquier espectador. No es otra cosa que la superación de la fantasía, su elevación a la categoría de exaltación de lo veraz. La tragedia latinoamericana parece pasible de ser abordada sólo desde una dimensión distinta de la literatura, y ese abordaje se transforma inadvertidamente en una actitud concreta ante esa realidad y su intrínseca necesidad de cambio a la que los intelectuales aportan desde su arte.
A pesar de que lo fantástico precedió cronológicamente a la crónica en la literatura universal, no puede considerarse realismo mágico a una fábula donde los animales hablan o los gigantes caminan por tierras de pigmeos. Esto es simplemente fantasía. Cuando los hechos irreales irrumpen en la literatura como manifestación de la realidad pero sin explicación alguna, con una suerte de resignada aceptación de lo que es, la fantasía se transforma en magia y la ambigüedad de lo fáctico encuentra verosimilitud de testimonio. No hay pues nada más real que la magia porque expresa desde lo emocional la verdad de lo concreto.
La tragedia es pues una presencia inmanente en la aparente magia. Y la literatura evoca casi perfectamente esa América Latina cuya historia real se manifestó siempre por medio de sus mitos y leyendas.
Y es aquí donde surge alguna que otra pregunta. Esa manifestación de la literatura ¿no es a la vez una manifestación de la resignación, de la fatalidad y pasiva expectación con que los latinoamericanos asumimos nuestra cruel realidad? Dicen que reírse de si mismo es un rasgo de inteligencia. Pero, solazarse en la poética fantasía de lo que es realmente un drama, ¿no es la sublimación de la tragedia?.
Siempre me pregunté por qué el cristianismo eligió el martirio en la cruz como expresión máxima de la fe. Ese Cristo torturado y sangrante que se pasea en las procesiones y se venera especialmente en Corpus Christi justamente como celebración de la resurrección, ¿no expresa un espíritu del mismo cuño? ¿Qué tiene que ver filosóficamente el cristianismo en la conformación de la conciencia suramericana?
Es como el calendario argentino de las fiestas patrias. Nuestros héroes son recordados en la fecha de su muerte, “festejamos” ese aniversario y hasta conocemos la fecha, pero ignoramos el día de su nacimiento. ¿No es una suerte de insensato espíritu necrológico?
Y finalmente. ¿No tiene este rasgo espiritual de resignación un papel en el sostenimiento de la propia tragedia?
Hace 500 años llegaron los expoliadores de la llamada “Madre Patria” como si hubiera alguna madre capaz de hacer a sus hijos lo que esa España nos hizo. Con sus armaduras a caballo y blandiendo “fuego en sus manos” hasta se dieron el lujo de preñar a Malinche de una maldición de centurias de dependencia y maltrato. Hace pocos días, días para el calendario de la historia, llegaron sus financistas, ingenieros y diplomáticos inversores y mineros a prometernos los nuevos espejos con colores dorados, de metales valiosos, biocombustibles y proyectos “ecológicos” para reciclar su importado “capitalismo verde” que les permita prolongar en el tiempo la conquista. Nuevas inflaciones causarán las verdes y brillantes riquezas de nuestro suelo que fluirán como los ríos hacia el mar secando nuestras cuencas en grandes bodegas de barcos con banderas extranjeras. Y con ellas se irá nuestra laboriosa cultura de reproducción de la vida en tácito acuerdo con la Pachamama para dejarnos la mirada seca de tanto mirar al puerto. ¿Estamos predestinados a transfundir la sangre del continente hacia los cuatro puntos de la rosa de los vientos? ¿Cuándo entenderemos que El Dorado somos nosotros? ¿Cuándo la magia será rebeldía?
Nuestra riquísima cultura está indisolublemente unida a nuestra historia y nuestra historia jalonada de fracasos, esculpida por el sufrimiento y repleta de fantasías. Sublimada por la magia, la tragedia parece tan natural como las exuberantes vegetaciones, los caudalosos ríos y las maravillas climáticas de nuestra hermosa América Latina. Y la brillante literatura no hace sino poner por escrito esa mágica realidad de lo trágicamente fantástico.
Que pasaría por nuestras cabezas si hoy, camino al trabajo, desde la ventanilla del colectivo viéramos cómo descienden naves espaciales que con rayos de intensa luz someten y transforman en zombis a los caminantes. Que sería de nosotros si sintiéramos que el poder de esos seres montados en metales desconocidos que sobrevuelan nuestras cabezas nos somete con facilidad y arrogancia. Que pensaríamos si nos requieren con soberbia nuestras posesiones, toman por su cuenta el control de nuestras vidas, destruyen nuestras creencias y las suplantan por sus dioses. No conocemos sino nuestra cultura y somos el centro de todo lo que nos rodea en una visión absolutamente antropocéntrica de la existencia. De pronto ya no seríamos el centro del mundo sino servidores de quienes con su inclemente poder nos hacen creer que hay seres superiores a nosotros. Superiores en fuerza y dueños de una inimaginable maldad. Desnudos y presas del miedo a lo desconocido nuestro mundo se reduciría al instinto de sobrevivir a aquello que inevitablemente viene a someternos. Habrá quienes por orgullo o por dignidad prefieran perder la vida antes que la libertad, y habrá quienes prefieran entregar la libertad, su cultura y sus dioses para adorar a los amos invencibles venidos de otros mundos.
Así irrumpieron las armas y los hombres a caballo de Hernán Cortés y fueron tratados como enemigos y como dioses a la misma vez. Ambas cosas por el poder. Y entonces también hubo quienes presentaron batalla con la sola arma de sus espíritus y quienes se rindieron desarmados al dios barbado. Cuentan que así sucedió con los tlaxcaltecas en la antigua México. Ese pueblo ya había sido sometido por los aztecas y su emperador Moctezuma no dudó en cambiar de amos enviando obsequios de oro al conquistador para, sin saberlo, alimentar la enorme codicia que inspiraba a aquellos españoles que portaban la cruz y la espada pero también tenían bolsillos.
Fueron los aztecas los que resistieron a las tropas de Cortés. Pero finalmente el conquistador pudo saciar su sed de sangre y fue premiado por el rey Carlos V. El botín fueron Tierras y riquezas y el cargo de Gobernador de la Nueva España.
Allí comenzó la historia de Maliche, la hija de un cacique que hablaba las lenguas náhuatl de los aztecas y la lengua Maya. Según Castillo, el autor del famoso libro, “La verdadera historia de la conquista de México”, su padre falleció cuando la niña era joven. Luego, su madre se casó con otro cacique y dio a luz a un niño. Para que el varón obtuviera el puesto de poder en la familia, su madre dijo que Malinche, llamada también Malinalli, había muerto y la envió, calladamente, afuera del pueblo para ser esclava. Así terminó entre las 20 mujeres que fueron entregadas a Cortés. Le fue muy útil al conquistador su conocimiento de los idiomas y el rápido aprendizaje del castellano. Terminó en su cama, fue madre de uno de sus hijos, y la leyenda la registra por su maldición, la maldición de Malinche, traidora de su pueblo y colaboradora del conquistador.
Sus conocimientos sobre las costumbres y métodos guerreros de los pueblos de entonces fueron puestos al servicio de su amo. Otra vez los mitos de la historia nos ponen a una mujer como la serpiente que ofrece el fruto prohibido como si no fueran también los hombres, desde hace muchos siglos, los Malinches de las historias de nuestros pueblos.
Las traiciones no solamente fueron el fruto envenenado de las acciones del conquistador que nos mantuvieron 300 años esclavos. También en la propia independencia argentina tuvimos Malinches que sin embargo gozan de buen nombre y hasta honor. Muchas calles llevan sus nombres a la par de los verdaderos revolucionarios de entonces. Como dice el tucumano olvidado Bernardo de Monteagudo “Todos aman a su patria y muy pocos tienen patriotismo: el amor a la patria es un sentimiento natural, el patriotismo es una virtud: aquel procede de la inclinación al suelo donde nacemos y el patriotismo es un hábito producido por la combinación de muchas virtudes, que derivan de la justicia. Para amar a la patria basta ser hombre, para ser patriota es preciso ser ciudadano”.
La revolución que no fue por la traición a los subversivos de mayo nos dejó la relativa independencia y también sembró por centurias el germen corrosivo de la maldición de Malinche.
¡Qué diferente se ve la historia desde el sillón preferido donde nos gusta leer! Es un sentimiento muy particular que involucra el recuerdo de nuestros primeros maestros. Aunque no mengua el cariño que el tiempo nos hizo tenerles, lentamente va alumbrando la idea de que fueron meros reproductores, por nuestro cariño declarado inconsciente, de una versión de la historia acomodada a los acomodados de entonces y de ahora. Cuando niños o tiernos jóvenes inexpertos, creímos a pié juntillas aquellos cuentos de manuales amañados. Aún cuando los relatos “no cierran” a los ojos del hombre o mujer que, posteriormente, con la experiencia de lo vivido, los juzgamos con espíritu crítico. Y aún vociferan aquí y allá los falsarios con títulos de historiadores, livianos apologistas de un cuento ahistórico que no se sostiene en el tiempo. Y es que la historia es memoria, y aquellos interesados en extirpar nuestra identidad, antes y ahora, tuercen la historia, engañan la memoria, oprimen la identidad. Simplemente, mienten.
Al decir de Andrés Rivera por boca de su delicioso Juan José Castelli, explícito personaje de fantasía mucho más veraz que el engañoso Castelli que describe la historiografía oficial que estudiamos,” ¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía? ¿Por qué, con la suficiencia pedante de los conversos, muchos de los que estuvieron de nuestro lado, en los días de mayo, traicionaron la utopía? ¿Escribo de causas o escribo de efectos? ¿Escribo de efectos y no describo las causas? ¿Escribo de causas y no describo los efectos? Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia.”
Juan José Castelli, el “orador de la revolución” como se le llama por su encendida proclama revolucionaria y magistral discurso aquel 22 de mayo. Hace doscientos años, en el primer cabildo abierto donde comenzara formalmente la independencia, fue un verdadero subversivo. Había estudiado filosofía en el Real Colegio de San Carlos y en el Colegio Montserrat de Córdoba. Se recibió de abogado en la Universidad de Chuquisaca, era primo y amigo de otros dos notables subversivos, Manuel Belgrano y el tucumano Bernardo de Monteagudo. Todos fieles a su amigo común Mariano Moreno. Hombres cuyas ideas aún hoy permanecen irrealizadas. Aquel 22 de Mayo, hace doscientos años, Castelli defendía la posición patriota mientras Belgrano seguía sus palabras apostado en una ventana del cabildo. Allí había montado un sistema de señales para avisar a los revolucionarios si la cosa se ponía pesada. Recibirían esas señales hombres armados con puñales y pistolas llamados “La legión infernal” bajo el comando de Domingo French y Antonio Luís Beruti. Lejos de repartir escarapelas, estos dos subversivos habían dispuesto sus milicianos en las esquinas de la Plaza Victoria para ejercer el “derecho de admisión” al lugar. Si algo funcionaba mal, Belgrano agitaría un pañuelo y todos irrumpirían en la sala capitular. Pero no hizo falta, la verba de Castelli fue suficiente para doblegar momentáneamente a Cisneros y sus defensores.
¿Pero que querían realmente estos hombres? Tanto, que aún hoy muchos argentinos quieren lo mismo. Probablemente unas palabras escritas por Belgrano y publicadas por La Gaceta de Buenos Aires en 1813 resuman la impronta profundamente revolucionaria de los que, a la postre, verían la revolución traicionada. No solo pensaron y hablaron, no solo escribieron, sino que le pusieron el cuerpo al fuego de sus propias ideas. “Se han elevado entre los hombres dos clases muy distintas, la una dispone de los frutos de la tierra, la otra es llamada solamente a ayudar por su trabajo la reproducción anual de esos frutos y riquezas o a desplegar su industria para ofrecer a los propietarios comodidades y objetos de lujo en cambio de lo que les sobra(…) Existe una lucha continua entre diversos contratantes: pero como ellos no son de una fuerza igual, los unos se someten invariablemente a las leyes impuestas por los otros. Los socorros que la clase Propietarios saca del trabajo de los hombres sin propiedad le parecen tan necesarios como el suelo mismo que poseen; pero favorecida por la concurrencia, y por la urgencia de sus necesidades, viene a hacerse el árbitro del precio de sus salarios, y mientras que esta recompensa es proporcionada a las necesidades diarias de una vida frugal, ninguna insurrección combinada viene a turbar el ejercicio de una semejante autoridad. El imperio de la propiedad es el que reduce a la mayor parte de los hombres a lo más estrechamente necesario”. Eso escribió en su rol de periodista.
Estos hombres, todos ellos, habían abrevado en ideas libertarias mucho más profundas que la relativa independencia de España. Estaban unidos por el espíritu americanista de justicia para los pueblos masacrados por la conquista y explotados por los “mandones” al decir de Moreno. Así es como Monteagudo, hombre de confianza y colaborador inmediato de San Martín y Simón Bolívar disparaba con su pluma desde el órgano oficial de la Sociedad Patriótica, “El grito del sud”: “La Tierra se pobló de habitantes; los unos opresores y los otros oprimidos: en vano se quejaba el inocente; en vano gemía el justo; en vano el débil reclamaba sus derechos. Armado el despotismo de la fuerza y sostenido por las pasiones de un tropel de esclavos voluntarios, había sofocado ya el voto sato de la naturaleza y los derechos originarios del hombre quedaron reducidos a disputas, cuando no eran combatidos con sofismas. Entonces se perfeccionó la legislación de los tiranos: entonces la sancionaron a pesar de los clamores de la virtud, y para oprimirla llamaron a su auxilio el fanatismo de los pueblos y formaron un sistema exclusivo de moral y religión que autorizaba la violencia y usurpaba a los oprimidos hasta la libertad de quejarse, graduando el sentimiento por un crimen”. (...) “Una religión cuya santidad es incompatible con el crimen sirvió de pretexto al usurpador. Bastaba ya enarbolar el estandarte de la cruz para asesinar a los hombres impunemente, para introducir entre ellos la discordia, usurparles sus derechos y arrancarles las riquezas que poseían en su patrio suelo”.
Finalmente las ideas de estos patriotas se transformaron en un sueño que lleva doscientos años. Mariano Moreno, Juan José Castelli, Manuel Belgrano y Bernardo de Monteagudo fueron perseguidos, encarcelados, asesinados y abandonados por las clases dirigentes que se apropiaron de la independencia para no llegar nunca a la revolución.
Bastan unas cuantas líneas para conocer a Castelli. Comisionado por su amigo y Secretario de Guerra y Gobierno de la Revolución Mariano Moreno, Castelli parte al Perú a someter por las armas a los enemigos de la revolución. Allí, con su formación rousseauniana y habiendo sido testigo, a su decir, de que “Las piedras del Potosí y sus minerales están bañados en sangre de indios y si se exprimiera el dinero que de ellos se saca había de brotar más sangre que plata”, Castelli Gobierna con mano dura. Pone en marcha una legislación que le devuelve las libertades y sus propiedades usurpadas a los habitantes originarios. Decreta, en la proclama de Tiwanaku, la emancipación de los pueblos, el libre avecinamiento, la libertad de comercio, el reparto de las tierras expropiadas a los enemigos de la revolución entre los trabajadores de los obrajes, la anulación total del tributo indígena, la suspensión de prestaciones personales, equipara a los indígenas y criollos y los declara aptos para ocupar todos los cargos del estado, traduce al quechua y aymara los principales decretos, abre escuelas bilingües quechua-español y aymara-español. La profundidad revolucionaria de las medidas provoca la furia de los ricos, criollos y españoles, beneficiarios del sistema de explotación de los indígenas. En Buenos Aires los Saavedristas habían logrado el alejamiento de Mariano Moreno y con ello el cambio de política. Castelli, derrotado en Huaqui, es acusado por la Junta de enormes falsedades y junto a su lugarteniente Monteagudo vuelve a Buenos Aires preso. El juicio subsiguiente es de una parcialidad tal que muestra que la clase rica de Buenos Aires se solidarizaba con la del Alto Perú. Finalmente, el “Orador de la revolución” muere en la más abyecta pobreza y perseguido en una de las más grandes ironías de la historia argentina. Muere por un cáncer de lengua y escribe sus últimas y dolientes palabras “Si ves al futuro, dile que no venga”, y no se refería a su futuro sino al de su patria.
Entre las cosas con que nos engañaron en el conocimiento de la historia están las propias pinturas e ilustraciones de Belgrano. Siempre de uniforme militar. Y él mismo decía "No es lo mismo vestir el uniforme militar, que serlo." Y es que probablemente haya sido el hombre mejor preparado de entonces para gobernar. Su carácter subversivo también lo llevó a la desgracia una vez traicionada la revolución. Morenista como Castelli, como él, fue enviado lejos para que no molestara a las aspiraciones de los porteños ricos. Al mismo tiempo que su primo y amigo se lo envía al Paraguay como jefe de una campaña militar para propagar la revolución. Redacta entonces lo que bien podría llamarse la primera constitución del Río de la Plata con su “Régimen político y Administrativo y Reforma de los 30 pueblos de Misiones”. Reglamento que Juan Bautista Alberdi incorporaría luego a sus Bases de la Constitución Nacional. En el mismo sentido que Castelli en Perú, Belgrano establece la libertad de todos los naturales de Misiones y su derecho a gozar de sus propiedades, suspende el tributo por 10 años hasta que puedan producir y vivir dignamente, establece escuelas gratuitas de primeras letras, artes y oficios, declara la igualdad absoluta entre criollos y naturales habilitándolos para cualquier empleo incluso militar o eclesiástico, expropia los bienes de los contrarrevolucionarios, reparte tierras gratuitamente entre los naturales, provee de semillas y elementos de labranza, y establece la elección de diputado por cada pueblo para el futuro Congreso Nacional. Forma una milicia popular, declama la defensa de la ecología, establece derechos laborales y la pena de muerte para los que apliquen castigos corporales a sus trabajadores. Sus famosas últimas palabras adquirieron el mismo tono que las de su compañero de lucha, primo y amigo: ” ...sólo me consuela el convencimiento en que estoy, de quien siendo nuestra revolución obra de Dios, él es quien la ha de llevar hasta su fin, manifestándonos que toda nuestra gratitud la debemos convertir a su Divina Majestad y de ningún modo a hombre alguno”. “Ay, patria mía”.
Debe ser que las clases dominantes argentinas, Saavedristas hasta hoy, tuvieron miedo que tomáramos a estos hombres como ejemplos. Como decía Bernardo de Monteagudo «No habría tiranos si no hubiera esclavos”, y esclavos nos querían. Porque, siguiendo con este brillantísimo personaje de nuestra historia “si todos sostuvieran sus derechos, la usurpación sería imposible. Luego de que un pueblo se corrompe pierde la energía, porque a la transgresión de sus deberes es consiguiente el olvido de sus derechos, y al que se defrauda a sí propio le es indiferente ser defraudado por otro” La vigencia de esta frase no es más que una pequeña muestra de la tremenda fuerza intelectual, coherencia ideológica y talentosa solidez de una mentalidad extraordinaria. Hombre de palabras, de letras y de acción, Monteagudo es el olvidado precursor y mentor de la independencia. Ya en 1809 fue preso por ser uno de los promotores de la rebelión de Chuquisaca contra los abusos del virreinato y por un gobierno propio. Esa sería la chispa que enciende los fuegos revolucionarios en Buenos Aires. El subversivo tucumano, colaboró con Castelli en la redacción de la proclama de Tiwanaku. Mano derecha de Juan José Castelli y José de San Martín (también colaboró con Simón Bolívar) convierte su palabra y su pluma dirigiendo en Buenos Aires los periódicos La Gaceta, Mártir o Libre y El Independiente. En 1911 forma la Sociedad Patriótica que defiende las ideas morenistas y canaliza su prédica incendiaria en “El Grito del sud”. Consciente de las tareas que imponía la revolución escribe: “Muy fácil sería conducir al cadalso a todos los tiranos si bastara esto el que se reuniese una porción de hombres y dijesen a todos en una asamblea, somos patriotas y estamos dispuestos a morir para que la patria viva: pero si en el medio de este entusiasmo el uno huyese del hambre, el otro no se acomodase a las privaciones, aquel pensase en enriquecer sus arcas y este temiese sacrificar su existencia, su comodidad, prefiriendo la calma y el letargo de la esclavitud a la saludable agitación y los dulces sacrificios que aseguran la libertad, quedarían reducidos todos aquellos primeros clamores a una algarabía de voces insignificantes”.
Este verdadero tesoro revolucionario tan poco recordado por sus propios comprovincianos que sus restos ni siquiera descansaron en Tucumán por doscientos años, murió asesinado a los 35 años en una noche limeña que aún guarda el secreto de la identidad de su verdugo pero no debemos de tener dudas sobre quiénes fueron sus mandatarios.
Qué decir de Mariano Moreno. No sería justo hablar de revolución, hablar de los subversivos de mayo y no dedicarle un párrafo al hombre cuyo fuego se intentó apagar echando su cadáver al mar. Ni siquiera una tumba donde rendirle honores. Este adalid de los derechos humanos escribió su tesis doctoral “Disertación jurídica sobre el servicio personal de los indios” impresionado por su experiencia en Potosí como sus seguidores y amigos: “Desde el descubrimiento empezó la malicia a perseguir unos hombres que no tuvieron otro delito que haber nacido en estas tierras que la naturaleza enriqueció con opulencia y que prefieren dejar sus pueblos que sujetarse a las opresiones y servicios de sus amos, jueces y curas. Se ve continuamente sacarse a estos infelices de sus hogares y patrias, para venir a ser víctimas de una disimulada inmolación”. Enemigo de las injustas diferencias sociales, como miembro de la junta redactó el decreto de Supresión de Honores apuntando a terminar con los privilegios cuasi virreinales de Cornelio Saavedra como presidente. El texto fue lapidario: “En vano publicaría esta Junta principios liberales, que hagan apreciar a los pueblos su inestimable don de libertad si permitiese la continuación de aquellos prestigios que por desgracia de la humanidad inventaron los tiranos para sofocar los sentimientos de la naturaleza…de aquí es que el usurpador, el déspota, el asesino de su patria arrastra por una calle pública la veneración y respeto de un gentío inmenso, al paso que carga la execración de los filósofos y las maldiciones de los buenos ciudadanos…” casi fue su sentencia final. Moreno fue asesinado, no quedan dudas, a los 32 años en una fragata inglesa que lo transportaba en supuesta comisión de la Junta. En realidad fue una celada para terminar con su peligrosa prédica subversiva. Y fue al propio traidor Cornelio Saavedra, que se le escapó la frase “Hacia falta tanta agua para apagar tanto fuego”.
No, no quisieron contarnos que eran subversivos. No quisieron aun cuando nos contaron historias y hasta los transformaron en su personalidad como hicieron con San Martín. Las cartas a sus amigos, sus proclamas, sus consejos a las tropas y los reglamentos que él mismo redactó así como sus actos, que no fueron otra cosa que hechos derivados de sus palabras, transparentan el pensamiento de este hombre de armas cuyo brazo jamás dejó de responder a sus ideas. Hay quienes se ocupan del hombre que fue indagando en su intimidad con la supuesta intención de mostrar lo que incomprensiblemente llaman su “costado humano” como si hubiera otro costado no humano, y uno supone que se trata de su “costado de héroe”. Debemos ocuparnos del hombre que es, porque es parte de la condición humana ser un héroe y permanecer después de haber cumplido su tiempo. Por eso, en un ejercicio de imaginación con un toque de fantasía, podemos preguntarnos que sería San Martín hoy según sus principios, que justamente por ser principios, son inamovibles en el tiempo.
En apretada síntesis de sus escritos resumimos una visión que creemos ajustada de un hombre sin duda excepcional. Comenzando por sus impresionantes palabras a Tomás Godoy Cruz. San Martín no estuvo presente en las sesiones del Congreso, pero siguió su desarrollo muy de cerca a través del diputado por Cuyo Tomás Godoy Cruz y apoyó la propuesta de Belgrano de coronar a un rey Inca como soberano de estas provincias. Preocupado por la demora en la declaración de la Independencia, le escribió a Godoy Cruz pidiéndole que transmita su inquietud en abril de 1816: ¡Hasta cuando esperaremos declarar nuestra Independencia! No le parece a Usted una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quién en el día se cree dependemos. ¿Qué nos falta más que decirlo?.
Probablemente su frase más famosa provenga de las cartas que enviara en 1819 al caudillo oriental José Gervasio Artigas y a Estanislao López, gobernador de Santa Fe al momento de declararse la guerra civil entre Santa Fe, la Banda Oriental y Buenos Aries: Le decía a Artigas: Cada gota de sangre americana que se vierte por nuestros disgustos me llega al corazón. Paisano mío, hagamos un esfuerzo, transemos todo, y dediquémonos únicamente a la destrucción de los enemigos que quieran atacar nuestra libertad. No tengo más pretensiones que la felicidad de la patria. En el momento que ésta se vea libre renunciaré el empleo que obtenga para retirarme; mi sable jamás se sacará de la vaina por opiniones políticas…
Un año más tarde, antes de embarcarse en la expedición para dar libertad al Perú, San Martín se dirige a los habitantes de las Provincias Unidas en proclama del 22 de julio de 1820 para reafirmar su posición de identificar correctamente al enemigo: Compatriotas: yo os dejo con el profundo sentimiento que causa la perspectiva de vuestra desgracia; vosotros me habéis acriminado aun de no haber contribuido a aumentarlas, porque éste habría sido el resultado si yo hubiese tomado parte activa en la guerra contra los federalistas (…) En tal caso era preciso renunciar a la empresa de libertar al Perú, y suponiendo que la suerte de las armas me hubiera sido favorable en la guerra civil, yo habría tenido que llorar la victoria con los mismos vencidos. No, el general San Martín jamás derramará la sangre de sus compatriotas y sólo desenvainará la espada contra los enemigos de la independencia de Sudamérica. (…)
Antes de empezar la campaña del Perú, San Martín emite un revelador comunicado dirigido a sus tropas que resume su visión de la campaña: “Ya hemos llegado al lugar de nuestro destino y solo falta que el valor consume la obra de la constancia, pero acordaos que vuestro gran deber es consolar América y que no venís a hacer conquistas sino liberar a los pueblos que han gemido a lo largo de trescientos años bajo este bárbaro de hecho. Los peruanos son nuestros hermanos y amigos, abrazadlos como a tales y respetad sus derechos como respetasteis a los chilenos. La ferocidad y la violencia son crímenes que no conocen los soldados de la libertad, y si, contra todas mis esperanzas, algunos olvidaran sus deberes declaro desde ahora que será inexorablemente castigado…”
En julio de 1821 entró en Lima, Perú, y el 28 de ese mes declaraba la independencia de ese país. El 3 de agosto San Martín tomó el título de “Protector del Perú” poniendo en libertad primero a los hijos de esclavos nacidos después de proclamada la independencia y finalmente a todos ellos. Los fundamentos de ese decreto que firma junto al tucumano Bernardo de Monteagudo ofrecen una visión cristalina del pensamiento del libertador: “Cuando la humanidad ha sido altamente ultrajada y por largo tiempo violados sus derechos, es un grande acto de justicia, si no resarcirlos enteramente, al menos dar los primeros pasos al cumplimiento del más santo de todos los deberes. Una porción numerosa de nuestra especie ha sido hasta hoy mirada como un efecto permutable, y sujeto a los cálculos de un tráfico criminal: los hombres han comprado a los hombres, y no se han avergonzado de degradar la familia a que pertenecen, vendiéndose unos a otros. Las instituciones de los siglos bárbaros apoyadas con el curso de ellos, han establecido el derecho de propiedad en contravención al más augusto que la naturaleza ha concedido. Yo no trato, sin embargo, de atacar de un golpe este antiguo abuso: es preciso que el tiempo mismo que lo ha sancionado lo destruí: pero yo sería responsable a mi conciencia pública y a mis sentimientos privados, si no preparase para lo sucesivo esta piadosa reforma, conciliando por ahora el interés de los propietarios con el voto de la razón y de la naturaleza”.
Aún desde el exilio San Martín mantenía frecuente contacto con sus amigos, hombres que pensaban como él. Preocupado por las luchas intestinas que lo habían hecho alejarse del país le decía al General Tomás Guido en 1829: “Mi amigo, vamos claro: la situación de nuestro País es tal, que al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que el de apoyarse sobre una facción, o renunciar al mando; esto último es lo que yo hago: años hace que V. me conoce con inmediación, y le consta lo indócil que soy para subscribir a ningún partido; y que mis operaciones han sido hijas de mi escasa razón y del consejo amistoso de mis amigos. No faltará algún Catón que afirme tener la Patria un derecho de exigir a sus hijos todo género de sacrificios; yo responderé que esto como todo, tiene sus límites: que a ella se debe sacrificar sus intereses y vida, pero no su honor y principios”.
El libertador describía acertadamente la situación política desde Europa, haciendo profecía en la citada carta a Guido: “El foco de las revoluciones, no solo en Buenos Aires sino en las provincias, ha salido de esa capital; en ellas se encuentra la crema de la anarquía de los hombres inquietos y viciosos, de los que no viven más que de los trastornos porque no teniendo nada que perder todo lo esperan ganar en el desorden: porque el lujo excesivo multiplicando las necesidades, se procuran satisfacer sin reparar en los medios; ahí es donde un gran número no quiere vivir sino a costa del estado, y no trabajar, etc. etc…Usted sabe que yo no pertenezco a ningún partido; me equivoco, yo soy del Partido Americano, así que no puedo mirar sin el mayor sentimiento los insultos que se hacen a la América...”
Estos, todos, fueron, sin dudas, caballeros derrotados de una causa invencible. Y así llevamos ya otros 200 años esclavos.
Las características de nuestra organización económica y cultura política parecen estar genéticamente emparentadas con las características de este territorio como colonia. Toda esta parte de América Latina nunca ha dejado de ser dependiente y profundamente marcada por el atraso que la propia metrópoli, España, exhibía al momento de enseñorearse de este territorio. Incluso se registran fenómenos de doble dependencia o colonialismo interno como es el caso de Argentina con su metrópoli Buenos Aires.
España ocupa Suramérica cuando ya su declive como imperio era un hecho y en realidad esa ocupación asumió sólo el carácter de conquista expoliadora de los recursos que se tomaron como botín de guerra sin que interesara a la corona el desarrollo de estos territorios. La conquista se agotaba en la extracción de riquezas y el reparto de tierras y su contenido humano entre los aventureros militares y malvivientes que llegaron de allende el mar. Los criollos y españoles que bregaron por la independencia heredaron la ideología expoliadora de los enviados de la corona y, como dijimos, procuraron que dicha independencia resultara acorde a sus intereses sin la revolución que planteaban los verdaderos patriotas. Por eso se ocuparon de asesinarlos, encarcelarlos o destinarlos al olvido como lo hizo la historiografía oficial durante muchas décadas.
Al decir de Mariátegui “La incapacidad del coloniaje para organizar la economía peruana sobre sus naturales bases agrícolas, se explica por el tipo de colonizador que nos tocó. Mientras en Norteamérica la colonización depositó los gérmenes de un espíritu y una economía que se plasmaban entonces en Europa y a los cuales pertenecía el porvenir, a la América española trajo los efectos y los métodos de un espíritu y una economía que declinaba ya y a los cuales no pertenecía sino el pasado. Esta tesis puede parecer demasiado simplista a quienes consideran sólo su aspecto de tesis económica y, supérstites, aunque lo ignoren, del viejo escolasticismo retórico, muestran esa falta de aptitud para entender el hecho económico que constituye el defecto capital
de nuestros aficionados a la historia. Me complace por esto encontrar en el reciente libro de José Vasconcelos, Indología, un juicio que tiene el valor de venir de un pensador a quien no se puede atribuir ni mucho marxismo ni poco hispanismo. “Si no hubiese tantas otras causas de orden moral y de orden físico –escribe Vasconcelos–, que explican perfectamente el espectáculo aparentemente desesperado del enorme progreso de los sajones en el norte y el lento paso desorientado de los latinos del sur, sólo la comparación de los dos sistemas, de los dos regímenes de propiedad, bastaría para explicar las razones del contraste. En el Norte no hubo reyes que estuviesen disponiendo de la tierra ajena como de cosa propia. Sin mayor gracia de parte de sus monarcas y más bien, en cierto estado de rebelión moral contra el monarca inglés, los colonizadores del norte fueron desarrollando un sistema de propiedad privada en el cual cada quien pagaba el precio de su tierra y no ocupaba sino la extensión que podía cultivar.
Así fue que en lugar de encomiendas hubo cultivos. Y en vez de una aristocracia guerrera y agrícola, con timbres de turbio abolengo real, abolengo cortesano de abyección y homicidio, se desarrolló una aristocracia de la aptitud que es lo que se llama democracia, una democracia que en sus comienzos no reconoció más preceptos que los del lema francés: libertad, igualdad, fraternidad. Los hombres del norte fueron conquistando la selva virgen, pero no permitían que el general victorioso en la lucha contra los indios se apoderase, a la manera antigua nuestra, ‘hasta donde alcanza la vista’. Las tierras recién conquistadas no quedaban tampoco a merced del soberano para que las repartiese a su arbitrio y crease nobleza de doble condición moral: lacayuna ante el soberano e insolente y opresora del más débil”.